Adornos
El tiempo se descongela en una caja de cartón.
Dormito hasta que veo una luz tras oír el sonido de un cuchillo rasgando el
adhesivo.
Dos manos acarician mi castillo áspero. Se abre de par en par para que ella lo visite. Son mis aposentos, y ella aparece con dos ojos curiosos y apagados.
Desde muy niña lo hace. Sin avisar. Será que decidió en su día ser mi chambelán,
será que es cierto que cuando dormito, el pasto helado por el rocío no cruje
como debería, ni la vida se lleva a cabo sin mi cetro y sin mi joyería.
Ella me busca con cuidado de no despertar a todo
el servicio, y me señala el camino hacia las montañas verdes. Sus dos hexágonos
tintinean desprovistos de felicidad mientras me veo siendo acariciado. Todo ha
cambiado alrededor. Ciertamente, nada es lo que antaño era: las guirnaldas
coloridas del reino han sido suprimidas. La chimenea ya no está, y se ha
llevado consigo dos calcetines gruesos que enfundaban espadas blancas y rojas.
Las luces de las antorchas no refulgen como deberían, y sólo una luz proyecta
un salón blanco y nada decorado. Mi trono sí está, eso no me lo negaría. Allí
me coloca y de él cuelgo hasta el día de la coronación, donde viene o, mejor
dicho, venía de niña con su familia a darme una corona de estrellas. Me
figuraba que su padre fuera el más reputado de los artesanos, pues venía en
carro, uno majestuoso, con dos ruedas de hierro, tapado con una manta verde y
roja, y se sacaba la corona con una cara de satisfacción y de felicidad
mientras tosía profusamente.
Lo ha preparado todo, me figuro. Siempre lo hace.
Es política, así que se reserva la sorpresa de cuántos ha invitado. De momento
no hay nadie: ni el artesano, ni su mujer y madre, sus hermanos pequeños. Sólo
ella de todos mis súbditos.
Cada vez que llego, los trabajos que se acometen
no están terminados de hacer, así que la veo antes de darme mi corona vestida
de serpentinas rojas y verdes, dirigiendo como un caudillo de tez rosada y
pecas de destellos de cristal a una hueste de soldados de picas púrpuras y
muérdago.
Ella ha crecido. Un día la veo discutir con un
espíritu, usando un artilugio mágico. Habla de una mudanza, de que ni su madre
ni el anciano artesano están con ella. Otro día la veo enfundar la espada con
un caballero que le pone la mano encima, pero ella le echa del salón del trono
al tiempo que me mira de soslayo. Teme mi reacción, pero yo confío en su
capacidad para resolver los asuntos de mi reino.
Cuando llega el día de la cena, el mantel rojo y
la cubertería de oro relucen, pero relucen poco, porque sólo estamos los dos.
Ella llora en silencio, tomándose un trozo de pavo, y da golpes contra la mesa
mientras se maldice y se adecenta el pelo, como si la dignidad en ese momento
fuese más imperante que la soledad que siente.
Yo agito mi panza roja y redonda, y rielo con un
destello sobre su rostro con el ánimo de quitarle las penas, rozando mi dedo
índice sobre la comisura de sus labios para que las lágrimas no caigan de su
mentón.
Mira un retrato de sus progenitores que se ha puesto frente a ella para no comer sola. La llaman con una canción, y ella desliza su dedo con un cristal para cortar la música. Es una gran hechicera que ha pedido en la noche estar acompañada. Hay magia en sus dedos, pero acuchilla la carne temblorosa y la corta toscamente. Hay esperanza en su alma, pero me hace entender con una mirada que mi tiempo no es igual que el suyo, y que el suyo es tan finito, vulgar e implacable, que se basta solo a sí mismo para que les quite lo que más les importa:
Una silla con un herrero noble, su fiel esposa,
sus hermanos, y una cena en un reino que ya no me pertenece.
B.
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