Samhain (I)
“Querida Cecilia.”
“Cecilia…”
No… No encuentro la manera de
empezar esto. Me siento tan ridículo… Una parte de mí insiste en lo estúpido
que resulta, pero el psicólogo de Salud Mental se empeña en hacerme entender
que naturalizar la muerte de un ser querido es un primer paso para que vuelva a
hablar. Dirigirme a ti como si estuvieras y cerrar el capítulo del duelo. O, al
menos, una de sus fases. Ni zorra de en cuál estoy.
“¿Cielo?”
Un carajo... Ni “cielo”, ni
“cari”, ni esos apelativos generalizados y estrafalarios que recurren algunos
para monotonizar sin saberlo algo que… Yo qué sé. Estás muerta, ¿sabes?
Adjetivar a una persona que es per sé nombre propio... Me niego. Debe contener
tu nombre: Cecilia. Si supiéramos cuándo nos llegaría la hora de soltaros, lo
mínimo que haríamos sería llamaros por vuestro nombre todo el tiempo. Porque
puede venir otro “cielo” y otro “cari”, pero nunca de la manera que pasaste por
mi vida. De hecho, es tan ordinario y monótono tu nombre que por ser tú, y sólo
por ser tú, me parece celestial: Cecilia. Puta mierda, en realidad. Como si
hubieses sido de la corte de un rey o algo parecido. Pero, joder, eres tú.
Eras… Y si me paro a pensar, pues qué mágico y determinista sentir que te venía
predicho ese nombre, ¿no crees? No te veo cara de Carla, de María, de Rocío…
Cecilia, y nada más que Cecilia. Vinieron con una varita mágica, saliste de tu
madre, le pegaron con ella en la cabeza, y, ¡puf, decretado: Cecilia!
Nadie, absolutamente nadie quiere
lo que tiene. Y cuando lo pierde se le va el aliento en ello. Sea porque nos
pudrimos en el recuerdo de lo que un día fue; bien sea porque nos pudrimos en
la expectativa de lo que podría haber sido y no tuvimos cojones de dar el
salto. Igualmente nos pudrimos, y el olor me sabe a gasolina. Tanto que debería
olerme bien, pero me remonta a cuando discutimos.
No te soporté en aquel momento.
Lo que es trabajar donde no te gusta… Sales frustrado por una bajada de
cotización de la empresa en bolsa y no… extiendes el límite de lo permisible
dentro de tu cabeza para que le amor de tu vida te hable de lo que más le
gusta, aunque suene rimbombante y casi enfermizo. Samael… No, eso creo es un
demonio… Samaín, o Samhain. Tosantos de toda la vida, vaya.
Cuando me soltabas el rollo y
quería cortártelo te saltaba con “¡Samarín, samarán, samarín, bom, bam!”. Y tú
me pegabas una hostia por blasfemo. El rollo celta de las narices de abrir los
ojos con ungüentos, altares y canciones de brujas y aquelarres para rasgar un velo
entre vivos y muertos, que al parecer se hace fino por estas fechas. Yo ateo y
tú wiccana.
Pero es que da igual, hermano… Si
tu nombre me sabe a gloria recordándote, imagínate oliendo a Romero, a Tomillo,
a Salvia… Desnudándote con piedras blancas, y tú acariciándome con cuarzo rosa
cada vez que estaba triste. En la distancia se ve absurdo, pero cuando pierdes
a alguien, el altar que hacía cada cambio de luna lo conservas mínimo. Ya no es
por lo esotérico, ya es que… Era tuyo. Eras tú, y cuando eras tú de esa manera
hacia mí, no sólo brillaba tu sonrisa, sino que sonreían las piedras, las
cuerdas no apretaban, la arena no arañaba, y los símbolos no eran cuestiones
profanas, sino una cotidianidad que no hacía daño a nadie y que te mantenía con
motivación para afrontar tus proyectos, los míos, y los nuestros.
Y yo te grité que te callaras,
porque vertí en ti el odio hacia mis compañeros de curro que en aquel entonces sentía,
la pelea fuerte con el jefe, una caída de valor en mi patrimonio por no haber
vendido antes del marronazo esas puñeteras acciones. Y tú callaste, el coche
volcó. Y callaste para siempre. Y yo callé contigo, traumatizado… Y hasta hoy.
Aún no le conté a los sanitarios
el sueño que me persigue desde aquel entonces: voy por una arbolada de pino
seco, con un cielo cobrizo y un sonido extraño de cadenas que imitan el latir
de un corazón. “Tic”, y caen varios anillos. “Tac”, y se arrastran. Y cuando
terminan de arrastrarse adviene el crujir oxidado de algo que se cierra y se
abre a golpes, como si fuera una rendija azotada por el viento sin quererse
cerrar.
Acompañan a la atmósfera pájaros
de papel elegantes que vuelan sobre las ramas de los pinos, y anidan sobre
collares de espino negro. Sobre la tierra avanza un camino hecho con las finas
hojas del otoño, como si un rastrillo lo hubiera dispuesto todo para guiarme.
Como no me fío ni de mi sombra
nunca –y tú eso lo sabes-, permanezco quieto en medio del camino. Estoy
desorientado, pero expectante. Nervioso, pero inquisitivo. Una hojeada a la
curiosidad de la experiencia con aires de método científico. Y vuelve el “tic”,
y vuelve el “tac”. Y el cielo permanece cobrizo; no obstante, el repiqueteo de
las cadenas se hace más intenso.
Al cabo del rato diviso una
figura enjuta, alargada y ensombrecida con un manto ajado. Tiene la cabeza cubierta
con una máscara que sonríe, cuya boca queda tapada con lo que parece ser la
carta del tarot de un elegante carro. No tardo en darme cuenta de dónde
proviene ese sonido tan metalizado: porta un alargado báculo, ornamentado con
cadenas, y rematado con un farol de aceite que, como describía el sonido, no
cierra bien.
Torpemente, continúa su camino,
dejando caer otra carta de tarot: un hombre amarrado boca abajo, debajo de un
travesaño, sostenido únicamente por su pie. Una vez la tomo, la figura para e
inclina su cabeza hacia mí, como si ahora hubiese advertido mi presencia. Toma
la carta que se le ha caído, y da un fuerte golpe al báculo. Tras el golpe, un
viento arremolina las hojas secas, y bajo nuestros pies se ordenan. De esta
manera, el camino queda clarificado para que lo sigamos. Era una invitación
sutil. O quizás un grito ahogado. Rebosaba tristeza… Y yo cada vez me sentía
más identificado con la carta del hombre colgado del travesaño.
Sic.
Comentarios
Publicar un comentario