El hierofante
—Te has acordado de mi cumpleaños…
Carlos había soñado con Nerea hacía varias noches.
Era la misma playa, prosaica pero llena de significado propio, oculto entre las conchas. Las olas del mar regurgitaban recuerdos en forma de espuma. Los cangrejos hacían digitación clavando sus pinzas en trastes de guitarras viejas conmemorando el Día de Todos los Santos. Bailaban alrededor de calaveras decoradas. De la arena se desperezaban de un letargo póstumo las almas no trascendidas de los difuntos. Se dirigían hacia el horizonte, caminando sobre el agua, guiados por la música con destino a unas escaleras que subían hacia las estrellas.
Las velas en la orilla proyectaban claroscuros sobre el cielo del atardecer, retratando al chico mientras jugaba de forma naïf con un alma querida y antigua que le acompañaba. Se sentía tan a gusto que ambos se adentraron hacia lo profundo, esquivando olas que rompían en la orilla al ritmo de su corazón. Ellos distinguían a los difuntos, aunque los otros sí que se percataban de que jugueteaban los dos en el agua, pero seguían su camino cuchicheando entre ellos mientras levitaban sobre la superficie del océano.
En una de las zambullidas con su acompañante, Carlos vio en el fondo cristalino varias algas luminiscentes. Se sumergió hinchando su pecho. Al dirigirse de nuevo a la superficie, tomando impulso con una roca, el rostro de su acompañante cambió: se convirtió en el de Nerea, compungido, apagado, transmitiendo una sensación punzante de sufrimiento e impotencia. La acompañante desapareció, y en un pestañeo se veía encorvado consolándola y temblando de impotencia en la orilla.
Hacía mucho que no veía su rosto añil, con sus mejillas escarlata y sus ojos profundos de esmeralda. La rutina y una vida separados por medio país... Una historia conjunta. Un recuerdo borroso de su figura desnuda que se diluía bajo los cimientos de nuevos proyectos, nuevas sensaciones. Carlos se despidió a su manera apagando un trozo pequeño de su corazón. Cuando uno se enamora, parcela su esencia, y la deja para siempre anotada con nombres y apellidos. La lana que lo borda es un hilo rojo que envuelve desde el estómago y se expande hacia el de la otra persona, como una cuerda astral que canaliza la energía de un vínculo profundo.
El sueño se interrumpió, y Carlos abrió los ojos entre lágrimas. "Las
tres de la madrugada", pensó. "A las siete, en pie para el
trabajo." No logró volver a dormir. A través de las persianas se filtraban
las primeras luces del alba, y el techo de la habitación se le hacía inmenso y
lejano. No pudo dormir más. La causa: una intuición punzante que le aseguraba
que Nerea no estaba bien. Su hilo rojo vibraba incansable, y esta vez, la
experiencia fue tan intensa y vívida que estaba seguro de que ella había soñado
con él en términos similares.
No era la primera vez, ni sería la última. Estaban acostumbrados. Cuando la juventud llamaba a sus casapuertas, ese hilo era mucho más férreo y sobrenatural. Nadie les creía. Si ella enfermaba, él lo sabía. Si ella se rompía por la ansiedad, él tomaba su teléfono, hiciera lo que hiciera, y lo descolgaba. Cuando interactuaban, no tardaban ni media conversación en contarse lo raro de sentir que uno está bien y entero, pero de pronto le viene una sensación que le es ajena, y que le involucra al otro. Su vínculo se mostraba inexplicablemente irrompible. Pese a la distancia, y a la indiferencia de la desconexión que ambos fingían por tener que sobrevivir en el día a día.
Se llamaban mutuamente, no obstante. De hecho, se gritaban en silencio en ciertas ocasiones mientras seguían con sus vidas como si nada, y revivían a cada cierto tiempo esos sueños conjuntos que rajaban la almohada con un llanto. Era su burbuja secreta y silenciosa, de sensaciones difíciles de racionalizar.
No tardaron en verse. La llamada era insostenible en el día a día, y por egoísmo y adaptación ellos tenían que solucionar el problema. Tras otra experiencia paranormal, dejaron de referenciarse con mensajes evitativos en el móvil tras varios meses sin saber nada el uno del otro. Había distancia y cierta diplomacia entre ellos; cada uno con su vida, pero el hilo rojo vibrando y haciendo un ruido interior insoportable. Valencia fue el punto en el que acordaron encontrarse. Un lugar intermedio entre Don Benito y Palamós.
El hilo rojo se tensó en ambas direcciones y, la noche de Todos los Santos, finalmente, la luna arremolinó las hojas en un parque céntrico acabado de llover. Estas volaron hacia sus
rostros y, al caer, se depositaron sobre las losas humedecidas. El reflejo
blanco de la penumbra se derramó sobre las gotas de rocío, y el hada de cristal
atravesó cada una, tiñendo de hielo sus puntas de nieve y esparciendo por el
suelo esquirlas color turquesa.
—Sí… —respondió Carlos, erguido y falsamente diplomático, mientras se sentaba en el banco—. Tengo
algo para ti.
—Mira, Carlos, yo… —Nerea extendió las manos, tratando de tocarlo mientras hablaba. Carlos la evitó; los límites estaban claros. Se señaló a la tripa—. Yo no sé si tú lo aguantas, pero yo tengo mi vida y... Quiero que estés bien y llevar esto que nos pasa como podamos.
—Y lo estoy.
—¿Seguro?
—No. —Carlos bajó la mirada—. Pero mañana es tu cumpleaños y no se me ocurre
otra manera de recordarte que darte esto.
Carlos tomó su mochila con torpeza. Llevaba mucha ropa de abrigo. No le
gustaba nada taparse tanto, pero se arriesgaba a ponerse enfermo. Ella lo miraba con
sus ojos verdes vidriosos y se atrevió a ayudarlo a quitarse la mochila.
Lo hizo con cuidado, acercándose para no incomodarlo, como si fuera un pájaro herido con una espina clavada en el ala. Él se dejó, no sin gruñir y ruborizarse. Extendió el brazo y, de la mochila, sacó un trozo de lino negro con finas geometrías bordadas en oro.
Estiró la palma de la mano.
—No tenías que molestarte —dijo Nerea, titubeando. Sus pupilas se dilataron
al comprender el gesto.
—Sí tenía que molestarme, Nerea —contestó él, taciturno—. Hay algo que
quiero decirte.
—Yo también tengo mucho que decirte…
—No quiero que lo hagas —respondió Carlos, acariciando el lomo rectangular
del regalo. Levantó la mirada—. Cada uno tiene que tomar su propio camino. Me
duele y sabes que no soy tan fuerte.
—¿Por qué no podemos ser amigos?
—¿De verdad quieres ser mi amiga? —Carlos escrutó el rostro de Nerea con
seriedad.
—No lo sé…
—Exacto.
—Pero quiero que estés bien. Quiero...—Nerea intentó acercarse de nuevo, pero él la rechazó—. Carlos, de verdad... Yo...
—Ten.
Carlos le entregó el obsequio. Ella lo abrió con cuidado. Era una carta de
tarot, con la inscripción “La Muerte” en letra cursiva, enmarcada en una banda
de tela raída y decorada al carboncillo.
La ilustración mostraba a una elfa de cabellos castaños y rizados, vestida
con un camisón de terciopelo, que sonreía de espaldas a un árbol mientras
sostenía una daga de marfil con joyas incrustadas, cuya punta estaba manchada
de savia.
Miraba hacia el cielo, percibiendo cómo la rama del árbol herido se extendía
hacia ella, tratando en vano de detenerla. Ella adoptaba una postura de
entrega para que la matara, mientras el árbol, aunque amenazante, la cubría con gentileza,
esparciendo rosas púrpuras desde sus espinas y alumbrado por la luna y el sol
desde extremos opuestos.
En la copa del árbol ululaba un búho, que sostenía un reloj de bolsillo
abierto que marcaba las doce. Lo sujetaba con firmeza, como si su vida
dependiera de ello, mirando hacia la izquierda soleada con recelo.
En una segunda escena, una figura esquelética, cubierta por una capa negra,
se alejaba del árbol y de la elfa, dejando tras de sí una guadaña tirada en el
lado oscuro de la composición.
Nerea, al ver la carta, rompió a llorar.
—No es el fin, Nerea —dijo Carlos con rostro cansado—. La carta solo implica
un cambio.
—Pero no nos vamos a ver más.
—Correcto.
—No lo acepto —replicó Nerea.
—Tócala.
—No quiero tocarla —respondió, sacudiendo la cabeza.
Carlos se acercó y, con suavidad, le acarició la mano. Tomó su dedo índice y
lo guio hasta que la punta tocó la carta.
Esta comenzó a desdibujarse. La elfa desapareció, y emergieron las figuras
de ambos, uno en cada extremo. Ella en la noche, él en el día. El árbol
reaccionó, desplegando su zarzal transformado en plumas azules, y las rosas se
convirtieron en tinteros de plata ennegrecidos, señalando dos caminos opuestos.
Día y noche.
La muerte se transformó en una hoja amarillenta y de color café. El búho fue reemplazado por un conejo gris que sostenía el reloj del búho mientras se llevaba las manos a la cabeza. La guadaña tirada se convirtió en tinta,
cubriendo el tronco del árbol como si fueran venas.
Carlos, señalando la carta, dijo entre lágrimas:
—A ti te llama el árbol, Nerea —trató de secárselas—. Y a mí, la hoja en
blanco.
—Pero yo también tengo una pluma y un tintero para escribir.
—Sí, pero la carta te dice que escribas sobre el lomo del árbol. Yo solo
tengo el papel. Y la oruga simboliza un cambio en mí que ya sí que no puedo demorar en asumir.
—Carlos, de verdad…
Se abrazaron.
—Feliz cumpleaños, Nerea.
—¡No quiero que me felicites!
—Entonces, feliz no-cumpleaños.
—Te amo —dijo Nerea, apartando la carta. Cuando dejó de tocarla, la
composición retomó su diseño original.
—Yo también.
Carlos se puso la mochila. Sin que ella lo viera, se tocó el estómago, ahogando un sollozo, mientras una zarza reptaba por su cuello, transformando parte de su piel en madera.
Nerea se abrazó a sí misma con la carta en el banco, viendo cómo el hilo rojo se extendía a cada paso que Carlos daba hacia el camino opuesto. Eran ellos en una casapuerta de hace treinta años, preguntándose qué pasaba que sabían el uno del otro sin siquiera verse. Eran ellos a través de la complicidad y el amor, pese a tener que aprender de la ausencia, la distancia, y la sensación lejana de lo que pudo ser y no fue.
El libre albedrío de dos espíritus que decidieron vincularse antes de nacer.
—¿Me aseguras que vas a cuidarla? —preguntó Carlos, dirigiéndose hacia los zócalos grises de la acera humedecida.
El hada de cristal seguía sus pasos desde las gotas, reflejada en un intrincado juego de espejos. Un fulgor níveo y turquesa vibraba cada vez que ella hablaba. Volaba, aparecía y desaparecía. Y a veces reptaba como una serpiente por las paredes de los edificios y se dejaba caer formando un halo vaporoso, como un aliento fugaz en el frío.
—Por supuesto —respondió el hada—. Ella es fuerte, y tú aún tienes que
vivir. No es vuestro tiempo. No es este tiempo y esta vida. Y vuestras lecciones han cambiado. Ya te lo dijo el conejo antes que yo, pedazo de terco.
—Me duele… me duele mucho, Lambda.
Carlos giró la esquina hacia un callejón y se sujetó el pecho con fuerza.
—¿Convertirte en árbol? —ironizó Lambda, intentando suavizar el momento. Carlos
lloraba—. Vamos, recomponte, que ya está todo preparado.
—¿Adónde vamos?
—A veces sois tan extraños los humanos —replicó el hada, burlona—. Tomáis
un camino y luego preguntáis adónde vais, cuando la narrativa de vuestras decisiones la delatan las huellas que dejáis al andar. ¿No es absurdo?
Carlos vomitó, despejando su ansiedad. No le rindió cuentas. Estaba harto de filosofía. Sólo quería silencio, y darse la vuelta y que estuviera Nerea siguiéndole como antaño. Se miró las manos, ahora convertidas
en ramas de plumas azules. Rasgó la pared, y el hada lo esperaba sonriente en el otro lado del portal.
Lo cruzó sin pensárselo y, al final, se vio a sí mismo en el camino de la carta que dibujaron sus dedos entrelazados.
Antes de desvanecerse, sacó el resto de los arcanos y los dejó en el
callejón. Se quedó con uno: "El hierofante". Lo abrazaba mientras
caía hacia un lecho de hojas de cristal para quedarse dormido.
—¿Es aquí donde quieres descansar?
—Así lo elijo —contestó Carlos—. La espero...
—¿Y el hilo rojo?
Carlos cerró sus ojos, desvaneciéndose.
—Hazte una bufanda.
B.
Bello relato. Se podría leer varias veces y varias veces le encontraría sentidos distintos. Gran cabriola literaria.
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